Coronavirus: Suecia ya marca el camino

Juan M. Blanco

La presente pandemia ha destapado las enormes carencias de los sistemas políticos actuales, su generalizada incapacidad para tomar decisiones sensatas. Los conocimientos avanzan, la información fluye a una velocidad de vértigo pero las sociedades se muestran aterradas, paralizadas, desorientadas ante fenómenos que, lejos de ser novedosos, suceden de forma recurrente.

Hemos contemplado una clase política demasiado pendiente de su imagen, una población extremadamente asustadiza, alarmada por los medios de comunicación; muchas respuestas improvisadas y pocas estrategias coherentes. Abundaron las medidas que aparentan seguridad, más dirigidas a tranquilizar momentáneamente al público que a aportar soluciones permanentes. Y escasearon otras más eficaces, pero que requieren ciertas dosis de sinceridad, visión de largo plazo, valentía y generosidad.

Como excepciones pueden citarse dos estrategias, ambas coherentes, pero completamente opuestas. La primera, ejemplificada por Corea del Sur, empeñada en suprimir la enfermedad utilizando medios tecnológicos avanzados. La segunda, abanderada por Suecia, dirigida a mitigar y, sobre todo, a reconducir los contagios, buscando la inmunidad colectiva con el menor número posible de fallecidos. Las dos vías son dispares en planteamiento, método y objetivos, con distintas fortalezas y riesgos. Pero coindicen en algo fundamental: ambas descartaron el confinamiento generalizado de la población y el cierre de la actividad económica.

Corea: en espera de la vacuna

Las autoridades de Corea del Sur reaccionaron con prontitud para reducir al mínimo la enfermedad mediante una vigilancia electrónica capaz de trazar el movimiento de cada persona. Una aplicación de geolocalización, obligatoria en cada teléfono móvil, determina los contactos de cada infectado para ponerlos instantáneamente en aislamiento. Si alguien intenta burlar el sistema escapando sin su teléfono, se expone a que le sea implantado un brazalete localizador del que no podrá zafarse. Las cámaras de tráfico y los datos de pago con tarjeta complementan un amplio sistema de información que permite a las autoridades conocer en tiempo real donde va cada uno y con quien se relaciona. Y los viajeros deben guardar cuarentena por 14 días antes de someterse al control general.

Corea ha logrado reducir los casos al mínimo, mantener una mortalidad muy reducida y una curva de contagios muy plana mediante una estrategia que no perjudica sustancialmente la actividad económica… salvo el turismo. Ahora bien, tan estrecha vigilancia suscita serios reparos. Los ciudadanos podrían aceptar una suspensión momentánea de ciertos derechos democráticos para evitar un peligro, pero un sistema de vigilancia tan orwelliano no resulta muy compatible a largo plazo con una sociedad abierta. 

Pero la principal dificultad es que apenas se genera inmunidad, con peligro constante de rebrotes capaces de arraigar rápidamente en una población carente de anticuerpos. Por ello, la estrategia de Corea del Sur se basa implícitamente en la esperanza de una vacuna temprana. Las autoridades afirman que pueden mantenerse en guardia meses o años, pero el sistema, aun siendo muy eficiente, nunca es perfecto. Si la vacuna se comercializa en pocos meses, Corea habrá superado la enfermedad con muy pocos fallecidos y los ciudadanos podrían recuperar su privacidad. Si se demora mucho, quedaría estancada, cerrada, condenada a una intensa vigilancia, a unos usos muy discutibles en un sistema democrático.   

Suecia: en busca de la inmunidad perdida

Suecia, por el contrario, estableció un enfoque basado en recomendaciones, sin apenas restricciones, con las escuelas abiertas, la actividad económica funcionando y, sobre todo, respetando todos los derechos y libertades propios de un régimen democrático. El planteamiento aprovecha el enorme porcentaje de asintomáticos (más del 90%) y el hecho de que la enfermedad es mucho más peligrosa para algunos grupos (mayores y personas con enfermedades previas) que para el resto, aun cuando pueda generar en todos el mismo temor. Tal como describí en mi anterior artículo, la estrategia consiste en mantener una velocidad de transmisión moderada, aconsejando cierta distancia social y, sobre todo, en redirigir los contagios hacia los grupos de muy poco riesgo, instando a los vulnerables a aislarse completamente.  

El objetivo es conseguir mucha inmunidad con poca enfermedad y el mínimo de fallecimientos. La meta última es la inmunidad colectiva, que el 60% desarrolle anticuerpos y, por supuesto, que los vulnerables se encuentren en el 40% restante. Porque la mortalidad de un país no depende tanto de cuántas personas se infecten como de quiénes se infecten. Por ello, la mortalidad no es directamente comparable entre países: lo correcto es comparar tasas de mortalidad para el mismo nivel de inmunidad alcanzado.   

Por supuesto, el sistema se basa en la confianza de la gente en sus gobernantes y en sus conciudadanos, pero también en la propia generosidad: si no pertenezco a un grupo de riesgo debo mantener ciertas medidas de autoprotección, pero realizar mucho más esfuerzo en impedir el contagio de mayores y enfermos que el mío propio. Al igual que la estrategia coreana, la sueca también implica un riesgo: que el virus traspase las barreras que protegen a los vulnerables, que logre entrar en las residencias de ancianos, cosa que ocurrió al principio en alguna ocasión.

Que la enfermedad no estallara en Suecia, que la mortalidad se mantuviera dentro de la media europea, enojó a muchos observadores por refutar la necesidad del confinamiento. Pero su planteamiento comienza a marcar el camino a otros países, que van remodelando su estrategia. Dinamarca y Finlandia, que aplicaron una cuarentena bastante estricta, ya han abierto las escuelas. Y el Reino Unido también se plantea la apertura el 1 de junio, aunque los sindicatos de profesores ejercen una fuerte presión sobre el Primer Ministro para que las mantenga cerradas; quizá una señal de que los intereses corporativos también desempeñen cierto papel en la toma de decisiones.   

Pero gran la ventaja de la estrategia sueca es que no sólo posee un fin último, también estaciones intermedias. El crecimiento paulatino de la inmunidad va reduciendo de forma natural la velocidad de contagio y permite relajar todavía más las restricciones. Mientras Corea permanece inmóvil, vigilando permanentemente puertas y ventanas, Suecia se mueve, avanza a buen paso. Que una estrategia domine a la otra dependerá de lo que se demore la vacuna. Si, como vaticinan los expertos, tarda muchos meses, o más de un año, aun los más recalcitrantes quizá acepten que Suecia acertó. 

El confinamiento: recolectar todos los inconvenientes

Muchos otros países reaccionaron instintivamente y, en un ambiente dominado por el miedo, implantaron, no el aislamiento de los enfermos o sus contactos, sino un prolongado encierro indiscriminado de todos los sanos. Y no solo con graves consecuencias económicas, quiebra de empresas, desempleo, pobreza; también sociales, incrementando la población dependiente de las ayudas del gobierno, agravando ciertas enfermedades mentales. Sin olvidar las consecuencias políticas pues, como mínimo, el confinamiento obligatorio puso en entredicho libertades fundamentales y creó un caldo de cultivo propicio a la censura de opiniones contrarias. Y, también, consecuencias culturales, pues muchos niños fueron privados de una formación, una disciplina y unos hábitos que serían imprescindibles en su futuro.

De hecho, algunos países muy pobres no aplicaron esta medida porque buena parte de sus habitantes se gana la vida en actividades informales, de mera subsistencia. No nos engañemos: solo en los países ricos podemos permitirnos el lujo de permanecer dos meses encerrados en casa; difícilmente podrían hacerlo aquellos que necesitan imperiosamente salir cada día a la calle en busca de sustento para alimentar a su familia.

Nadie niega que el confinamiento pueda ser necesario en momentos críticos, en zonas determinadas. Pero resulta muy discutible cuando se aplica de forma generalizada y prolongada pues, al no discriminar entre vulnerables y no vulnerables, no reduce las muertes: solo las aplaza en el tiempo. Comparado con el enfoque sueco, crea mucha menos inmunidad para la misma enfermedad visible.

Paradójicamente, hasta los más contumaces partidarios del statu quo reconocerán que, tras el proceso de reapertura, casi todos los países comenzarán a parecerse a Suecia: establecimientos abiertos con medidas de precaución, cierta distancia social, fomento del teletrabajo etc. Pero la similitud será solo aparente, superficial, porque el elemento fundamental, lo que determina que la pandemia finalice o se estanque, es el trato diferenciado que deben recibir las personas vulnerables frente a las no vulnerables. Aunque no lo estipulen los gobiernos, quienes no pertenecemos a grupos de riesgo debemos preocuparnos mucho más por el contagio de ancianos y enfermos que por el propio.  

Algunos afirman que todo se reduce a una disyuntiva entre salud y dinero. Pero tal dilema desaparece cuando comprendemos que ciertas medidas solo retrasan, no evitan la enfermedad. Hay que entender que, al contrario que en la imaginación infantil, el monstruo no desaparece por escondernos en casa. Y que hay determinados momentos de nuestra existencia que invitan a actuar con elevadas dosis de madurez, valentía y generosidad. 

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