Covid y la sinuosa estrategia del miedo

Juan M. Blanco

El pasado 2 de abril, el diario británico Daily Telegraph publicaba un artículo que acusaba al Gobierno británico de utilizar tácticas psicológicas deliberadas para infundir miedo al covid-19 entre la población. Esta práctica habría comenzado muy al principio de la pandemia pues en un documento oficial de 22 de marzo de 2020 puede leerse: “muchas personas no se sienten aun suficientemente amenazadas; quizá se mantienen tranquilas por la reducida tasa de mortalidad en su grupo demográfico… Es necesario lanzar mensajes emocionales contundentes hacia estos colectivos con el fin de incrementar el nivel percibido de amenaza personal”.

El Gobierno británico y sus asesores respondieron que ellos se limitan a concienciar a la gente del peligro que representa la covid-19. Pero existen muchos elementos para sospechar que, no sólo en el Reino Unido sino en muchos más países, los gobernantes han ido mucho más allá de la mera concienciación. Gran parte de las medidas adoptadas no tendrían una finalidad estrictamente sanitaria sino, más bien, el propósito de fomentar y mantener un elevado nivel de miedo al virus.

A lo largo de la historia, aprovechando la peculiar forma en que la mente humana evalúa los riesgos, los gobernantes activaron miedos a todo tipo de amenazas mientras se ofrecían a proteger a la gente de estos mismos peligros con el fin de lograr su agradecimiento y sumisión. El pánico nubla el pensamiento racional y vuelve a la gente más dependiente del poder, actuando como un mecanismo de control social. Como señaló Edmund Burke, “ninguna pasión priva a la mente de la capacidad de actuar y razonar con tanta eficacia como el miedo”.  

La repetición constante de informaciones aterradoras es una técnica muy antigua para atemorizar pero, en esta pandemia, la reiterada difusión de datos fuera de contexto ha constituido solamente la primera fase del proceso. El miedo facilita que los ciudadanos acepten, incluso algunos soliciten, medidas que recortan radicalmente sus derechos y libertades. Y la implantación de estas medidas ejerce como un constante recordatorio que refuerza el miedo, generándose un círculo vicioso que acaba multiplicando el temor.    

El objetivo detrás de los confinamientos

El pasado 5 de abril, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias en España, Fernando Simón, declaraba: “Salir de casa solo, aunque sea sin mascarilla, no entraña riesgo para nadie… pero durante el confinamiento había mucha presión para que esto tampoco se permitiera”. ¿Por qué tanta presión para implantar una medida que no ayudaba a reducir los contagios? Porque, al igual que otras imposiciones, sirve a otro fin: enviar una señal capaz de modificar la percepción que la gente tiene de la pandemia.    

Las insistentes noticias de contagios y fallecimientos no bastan para mantener a largo plazo el nivel exigido de temor pues muchas personas acaban saturándose y reducen su atención. Es necesario que el ciudadano tenga la pandemia permanentemente en su mente, que no la olvide un instante, que ciertos rasgos de la vida cotidiana le recuerden constantemente la enfermedad, ya sea porque no puede salir de casa, porque existen muchas actividades cotidianas prohibidas o porque debe llevar mascarilla en todo momento.

Aunque los confinamientos no ejerzan apreciables efectos sobre contagios y muertes, sirven para fomentar el miedo porque transmiten el mensaje de que existe un riesgo enorme: “El peligro debe ser desorbitado porque, de lo contrario, las autoridades no se atreverían a vulnerar tan gravemente los derechos y libertades”, piensan muchas personas. El propósito de los encierros no es tanto proteger a la población como incrementar su percepción del riesgo, una especie de farol que pone sobre el tapete medidas desmesuradas.

El toque de queda fue diseñado para «enviar una señal clara a los jóvenes» de que el virus es peligroso, “no porque esta medida reduzca los contagios”

Los toques de queda nocturnos tampoco reducen la expansión de la enfermedad; más bien lo contrario pues concentran la actividad diaria en menos horas. Si embargo, tal como reconoció una fuente gubernamental británica al Daily Telegraph, el toque de queda fue diseñado para «enviar una señal clara a los jóvenes» de que el virus es peligroso, “no porque esta medida reduzca los contagios”.

Igualmente, la mascarilla obligatoria en espacios abiertos tampoco contribuye a reducir los contagios pero ejerce como constante recordatorio para que el sujeto no se olvide ni un instante de la pandemia. Llámese mascarilla, tapabocas o barbijo, usada en espacios abiertos no es tanto una barrera contra el virus como una cincha para atar en corto, un moderno sambenito colgado por la actual Inquisición en detrimento de la sana respiración.

Aun con todos estos recordatorios, la gente acaba relajándose y, de vez en cuando, es necesario duplicar la apuesta. Y aquí entran en juego las nuevas variantes del virus… cada una más peligrosa que la anterior. El virus muta, varía de manera aleatoria; algunas cepas deberían ser menos letales pero estas quedan excluidas del discurso público por inconvenientes, porque podrían rebajar el estado de miedo. Así, “nueva variante” y “menos letal” son hoy conceptos antagónicos.

Miedo frente a responsabilidad

Las emergencias sanitarias se afrontaron en el pasado con mensajes tranquilizadores, llamando a la responsabilidad, evitando en lo posible el pánico y la histeria. Todos sabían que las únicas medidas capaces de ralentizar contagios y minimizar las muertes en una pandemia son aquellas que toman voluntariamente los ciudadanos para protegerse y proteger a los demás tras recibir información fidedigna. Confinamientos, toques de queda, cierres de actividades económicas quedaban descartados por ineficaces y por sus enormes costes sociales. 

Seguramente pensaban que los ciudadanos actuarían de forma irresponsable, que era mejor infundir grandes dosis de terror para impulsarlos a actuar de la manera “correcta”

Pero en 2020 algo cambió radicalmente. Mientras que algunos países, como Suecia, mantuvieron la continuidad, la mayoría rompió con esta costumbre establecida y tomó partido por una estrategia completamente ignota, no experimentada hasta el momento. Seguramente pensaban que los ciudadanos actuarían de forma irresponsable, que era mejor infundir grandes dosis de terror para impulsarlos a actuar de la manera “correcta”. Para ello era conveniente asustar también, aplicando la censura y la descalificación, a quien se atreviera a poner en cuestión el enfoque oficial.  

La novedosa estrategia desembocó en un insólito experimento social, con resultados poco alentadores. Los países y regiones que apelaron a la responsabilidad, no al miedo, a las medidas voluntarias, no a las coactivas, obtuvieron resultados sanitarios similares al resto. Así, el porcentaje de fallecimientos en Suecia o en Florida, no supera las medias de Europa y los Estados Unidos respectivamente. Pero el miedo generó otras consecuencias muy graves allí donde se desencadenó. Muchas personas no acudieron a los hospitales al notar síntomas de infarto por temor al contagio. Otras aplazaron sus revisiones de cáncer, poniendo en peligro su salud. Y el estado general de pánico contribuyó, junto con los encierros, a deteriorar la salud mental de mucha gente. Incluso un estudio de la Universidad de Nottingham apunta a que pudieron aumentar las muertes por enfermedades infecciosas porque el miedo intenso y prolongado debilita el sistema inmunitario.

Acostumbrados a anunciar constantemente el Apocalipsis, a asustar de manera reiterada a la población con un éxito formidable, los gobernantes consideraron que esa estrategia funcionaría también en una pandemia, sin ser conscientes de los tremendos daños colaterales que causaría tal irresponsabilidad. Agitado con una fuerza colosal, el miedo se tornó incontrolable, sus vientos soplaron en todas direcciones trasladando el pánico a cualquier aspecto de la pandemia, incluida la vacuna. Y, una vez abierto el tapón, ni el más hábil de los magos sería capaz de llevar todos los vientos de vuelta a su botella.

Por ello resultan admirables esos países y regiones que, resistiendo la arrolladora presión ambiental para restringir derechos fundamentales, decidieron aferrarse a los planes de siempre. Apelaron al sentido común, a la responsabilidad de la gente, no a los impulsos primarios, salvaguardando así la dignidad de los ciudadanos. Porque el muro que marca el linde entre la responsabilidad y el miedo es el mismo que separa la libertad de la tiranía.

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